¡Niñaaa…! ¡Miravé tu hermano!

El tiempo como medida de la vida

“¡Niñaaa…! ¡Miravé tu hermano!”. Y tú dejas lo que estuvieras haciendo, leer o escuchar música, y vas a ver qué le pasa a tu hermano pequeño, a ver por qué está llorando, a procurar que no llore para que no moleste a tu madre que está bregando en la cocina.

Cuidar a un hermano pequeño no está tan mal. Jugar con él es divertido, a veces, un rato. Incluso cambiarle los pañales, aunque esté cagao, es divertido. Lo peor es cuando no para de llorar, cuando tus padres han salido y te han dejado sola con él y el niño no para de llorar y no sabes que hacer porque hagas lo que hagas, no para de llorar. Eso es horrible.

Hay momentos horribles en la vida, que quieres que pasen, que se acaben pronto. Hay momentos en los que quisieras no haber nacido. La vida dura 85 años o así, de media. ¿Cuánto tiempo a lo largo de tu vida pasas en momentos que estás bien y cuántos en momentos malos u horribles? El tiempo es una medida de la vida, pero para medir la vida hay que añadirle otra dimensión: la calidad del tiempo. Si ese rato, esa hora, ese minuto, has estado bien, o muy bien, o si ha sido malo, o muy malo, o terrible. Y al final de la vida, cuando se acaban esos 85 años o los que sean, sumas los ratos buenos, les restas los ratos malos, y a ver qué sale.

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Niña lleva a su hermano en la espalda ante un M26 americano durante la guerra de Corea. Foto tomada el 6 de junio de 1951 en Haengju, Corea

La cosa no debe ser muy diferente si el niño es tu hijo. Posiblemente se disfruta más de los buenos momentos pero también se sufrirá más cuando el niño está enfermo o no consigues que pare de llorar. Que se te muera un hijo debe ser muy malo. Que te lo mate alguien debe ser muy duro.

Tampoco debe ser muy diferente cuando estás cuidando al niño de tu patrona, en la casa donde estás empleada. Posiblemente disfrutarás menos de los buenos momentos y será peor en los malos momentos. Pero para eso te pagan. Valoran tu tiempo en dinero. Te compensan los ratos malos con dinero para que tengas ratos buenos que compensen a los malos. Después, con ese dinero pagas el cine, o la música, o el libro que vas a leer. Gastas lo que te han pagado por tus ratos malos en comprar ratos buenos. El mercado del tiempo. El tiempo malo que se vende para poder comprar tiempo bueno.

Trabajar para otros a cambio de un salario tiene también sus ratos buenos además de sus ratos malos. A veces, en la fábrica te duele la espalda y se te hace muy pesado. Pero hay veces también en que charlas con las compañeras, o estás haciendo un trabajo rutinario, que lo haces bien casi sin mirar y puedes estar pensando en tus cosas. O cuando te esmeras en hacer un trabajo difícil, procurando que te salga bien, y al final lo consigues y te sientes orgullosa; o cuando el capataz mira lo que has hecho, y sonríe, y sabes que se ha dado cuenta de lo bien que trabajas. Eso es un gustazo.

O cuando estás en la escuela dando clase y te das cuenta de que los alumnos están pendientes de ti, de lo que dices, que has conseguido atraer su atención, que estás consiguiendo enseñarles cosas, que te quieren, que buscan tu aprobación. “¡Señorita! ¡Mire lo que he pintao!”. Pero ese trabajo también tiene sus momentos malos cuando tienes que aguantar a ese compañero o al director. O cuando tienes que corregir exámenes y valorar el tiempo que han dedicado tus alumnos a estudiar. Tus alumnos, ellos también, entregan ratos malos, encerrados en la escuela, haciendo tareas, para poder obtener tiempos buenos. O para obtener en el futuro unos dineros que les permitan comprar tiempos buenos.

Todos los trabajos tienen sus momentos buenos y sus momentos malos. Todos los trabajos, tanto si son empleos remunerados como si son trabajos de cuidados en el hogar o actividades voluntarias sociales, tienen sus ratos buenos y sus ratos malos. Tú preferirías estar en casa pero ¿realmente estarás mejor en casa? Si te quedaras en paro, ¿no echarías de menos las satisfacciones, los momentos de triunfo que conseguiste alguna vez cuando trabajabas?

Es cierto que a veces sientes pereza y no tienes gana de ponerte a estudiar o a ir a la oficina. En esos momentos querrías tener derecho a la pereza, a la vaguería, a vivir sin tener que trabajar para otros. Si te dieran una renta básica y no tuvieras que trabajar por cuenta ajena nunca en tu vida ¿Cómo la valorarías al final? Posiblemente, tras esos 85 años, la suma sería más alta que si hubieras tenido que estar 35 años en el mostrador de una tienda. Pero también es posible que no. Depende de lo que hayas hecho.

Los utilitaristas creían que la utilidad, algo parecido a la felicidad, se podía medir. Pero estaban equivocados. Como mucho, se puede comparar, se puede establecer un orden de preferencias. Se puede decir “Hoy lo he pasado mejor que ayer”, pero no puedes decir “Hoy lo he pasado dos veces y media más bien que ayer”. Por tanto, se puede medir con precisión la longitud del tiempo pero no su calidad. La calidad del tiempo no se puede cuantificar. Además, se te olvida. Daniel Kahneman ha puesto en evidencia lo torpes que somos evaluando nuestros buenos o malos ratos pasados. ¿Cuánto te ha dolido una colonoscopia que ha durado 10 minutos? Pues con experimentos ha demostrado que la evaluación que haces pasadas unas horas depende de cómo fueron los últimos diez segundos.

Al final de tu vida, por tanto, cuando trates de hacer la suma de tiempo positivo y tiempo negativo, en realidad estarás haciendo una valoración muy imprecisa de unos recuerdos muy borrosos. Quizá se te hayan olvidado principalmente los momentos malos. Posiblemente dependerá mucho de cómo lo estés pasando en ese momento, del dolor que te provoque la enfermedad, de lo bien o mal que lo estén haciendo las personas que te cuidan.

Tampoco tenían razón los utilitaristas al pensar que se podían comparar las utilidades de las diferentes personas. Cuando miras esas mujeres campesinas de Malí, cantando rítmicamente mientras muelen el grano de mijo o charlando entre ellas mientras hacen cestas de mimbre, te preguntas si son más o menos felices que tú. No hay forma de saberlo. Esas mujeres parecen sentirse muy felices mientras preparan la comida o tejen la ropa que va a beneficiar a sus familias o a los vecinos de su aldea. Pero las que trabajan en la cocina de un restaurante o en una fábrica textil no parecen tan felices aunque tengan en sus casas agua corriente, luz y TV.

Pero, por otra parte, tampoco es seguro que al final de tu vida sea esa la cuenta que quieras hacer. Quizás, en vez de medir lo que tú has disfrutado y sufrido, lo que quieras es medir la cantidad de bien o mal que has hecho a los demás. Quizá quieras valorar el daño que has hecho al planeta, la huella ecológica que has dejado, los hijos que has criado, los enfermos que has curado, la comida que has preparado, las casas y edificios, la ropa, las máquinas, los coches en cuya fabricación has colaborado. O si has escrito una novela que ha hecho que unos miles de personas se sientan a gusto durante unas cuantas horas.

Somos animales sociales que, sí, somos egoístas, pero también somos solidarios y tenemos el instinto de ayudar a los demás. También disfrutamos cuando estamos haciendo algo que ayuda a otros. Y ese instinto natural está  reforzado por la sociedad y por la educación que recibimos: Niña, mira a ver qué le pasa a tu hermano.

Y tú miras a ver qué le pasa a tus hermanos en Yemen y en Siria y en África y en  Latinoamérica. Y miras a ver qué les pasa a las Kellys y a las hermanas que sufren abusos en la empresa y en el hogar y en las calles.  Y el tiempo que dedicas a hacer eso, a cuidar de tus hermanas y hermanos,  también es un tiempo positivo, de esos que suman al final. Y cuando estás en las trincheras, en las barricadas, levantando la bandera del pueblo, animando a la lucha, a la unidad, a la rebeldía, también es un tiempo bueno, que suma. Y cuando tu hermano llora, si tú lloras con él, también es un tiempo ganado.

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