Nadie llama a mi puerta

Mi cuerpo se ha despertado a la misma hora de siempre. No sabe que los tiempos han cambiado. Pero hoy he decidido quedarme en la cama, con Coral, en el calor de la manta que nos arropa juntos: es domingo, no sabemos qué hora es y nadie llama a mi móvil.

Soy viejo. He preguntado a los médicos si estoy viejo. Los neurólogos dicen que mi cerebro tiene cicatrices. Lo sabía. Mi cerebro lo sabía, yo lo sabía. Soy y estoy. No es una diferencia banal, no es una diferencia ambigua. Los castellanoparlantes recibimos desde la infancia la bendición de distinguir entre ser y estar. Pero soy y estoy.

Los oftalmólogos me han curado los ojos. La medicina del hombre blanco es muy poderosa. Me han quitado las cataratas de los dos ojos. Ayer pude ver por la ventana dos gaviotas que volaban a lo lejos. Veía las dos con total nitidez. Volaban en pareja, una sobre otra, dando vueltas sin separarse, sin alejarse ni acercarse, siempre manteniendo entre sí la misma distancia.

“¿Cómo estás?” preguntan mis hijos. Estoy poeta. Estoy filósofo.

Siempre perseguí la gloria y dejar en la memoria de los hombres mi canción. Ahora ya no. O quizá sí, pero solo en la memoria de los nietos, de los que vengan después, de los que están lejos, de los que no puedo ver. Hoy nadie llama a mi puerta.

Vengo a escribir a mi ordenador. Me ordena que es una hora más. Es más tarde. Coral llama a mi puerta.

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